24 febrero 2014

Fotografía: Beatriz Hita Fernández



Sin darme cuenta, había amanecido. Advertí en los primeros rayos de sol al mirarme las manos heladas, la tenue y perezosa luz se reflejaba en ellas y, al mirar al cielo, me cegó haciendo que me doliera la cabeza y tuviera que apartar la vista inmediatamente, cabreado, molesto. 
Llevaba toda la noche caminando en silencio, sin rumbo, mirando únicamente los adoquines de la calle. Tan acostumbrado a la oscuridad que hasta la luz me pareció algo extraño, fuera de lugar. 
Ni siquiera sentía el dolor en los pies, mi cabeza había activado el piloto automático y mis piernas me pasearon por toda la ciudad, dejando a mi mente toda la tranquilidad y tiempo del mundo para poder sumergirme en mi propia mierda. "Gracias", susurré con sarcasmo. Si pensaba en aquella noche, todo transcurría en mis retinas como una película antigua de imágenes desgastadas: Mis pies pisando las hojas, sintiéndolas crujir como si fueran mis propios huesos, la humedad que se iba haciendo con cada grieta, las luces de neón que se reflejaban en el agua como pequeñas gotas de acuarela, las pisadas de otras personas. De desconocidos. Quizá de alguien que valiera la pena conocer... Qué gilipollez... 
Había pasado toda la noche mirándome los pies, quizá buscando algún pedazo de mi alma que todavía anduviera por ahí después de haber estallado. Podría haberlo recogido, habérmelo guardado en el bolsillo y esperar entonces a encontrar la forma de volver a ponerlo en su sitio... Pero nada. Vacío. Y hojas secas. Eso fue todo cuanto hallé. Y total, ¿para qué? Para, una vez alcé la mirada, volver a encontrarme inexplicablemente frente a su puerta. Quién sabe. Quizá ahora estuviera dispuesta a devolverme los trozos que me faltan. Si no... Siempre me quedaría otra madrugada más para buscarlos por el suelo de la ciudad.


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