14 abril 2013

De experiencias cercanas a la muerte

Imagen del corto "La dama y la muerte".


Yo tuve una experiencia cercana a la muerte. Pero no, no me refiero a esas situaciones en las que a punto de expirar ves una luz al final del túnel o escuchas a tu madre o a tu abuelo susurrándote desde algún lugar que todavía no ha llegado tu hora. No. Me refiero a que tuve una experiencia cerca de la muerte, a su lado, más bien.
Nunca le he contado esto a nadie porque estoy más que segura de lo que la gente iba a pensar de mí, "pobrecita, desde que se quedó sola no tiene más diversión que jugar al solitario y cuidar de sus plantas." "Sólo quiere llamar la atención. De camino a la menopausia y sin nadie a quien aburrir con sus historias, ¿qué va a hacer sino inventarse estas chorradas?". "Está loca". Bueno, todos tenemos un poco de locos. Pero lo que sí puedo asegurar es que nunca he sido una mentirosa.
Era un día de verano, a finales de julio o principios de agosto, no recuerdo. Lo único que sé es que hacía un calor como los telediarios no recordaban desde hacía décadas. En fin, como siempre. Yo aguardaba que el semáforo se pusiera en verde bajo la tibia sombra del balcón de un edificio, fantaseando con la promesa del aire acondicionado en cuanto llegase al supermercado. Fue entonces cuando sentí que alguien se paraba muy cerca de mí, lo recuerdo bien porque pensé "con toda la calle que tiene y el calor que hace, tiene que pegarse a mí. Así, bien juntitos." Intrigada por aquel chaval que tanto entusiasmo parecía tener en permanecer pegado a mi hombro, miré disimuladamente por el rabillo del ojo para investigar un poco: No podía ser verdad... Con casi 40º a nuestro alrededor, vestía una agobiante sudadera negra que parecía no darle ningún problema. Yo ya me sofocaba sólo de imaginar a qué temperatura estaría cociéndose la piel bajo la tela. Y por si fuera poco, también llevaba la capucha puesta. No pude verle los ojos, pues llevaba unas grandes gafas de sol que ocultaban su mirada. Lo único en lo que pude pensar al verle ahí, apoyado en la pared con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera, era que parecía un matón a sueldo vigilando a su presa. Intentando que mi descaro no fuera evidente, me alejé de él unos centímetros mientras me preguntaba por qué demonios el semáforo tardaba tanto en cambiar. No veía el momento de cruzar la calle y sentirme a salvo dentro del supermercado. Pero, bien pensado, ¿qué podría pasarme a plena luz del día en mitad de la calle? Perdida en la novela negra que yo misma estaba escribiendo en mi cabeza, el desconocido comenzó una conversación:
- ¿Ve a aquella mujer de allí? -Mostrando una paupérrima muestra de educación, sacó su mano derecha del bolsillo para señalar a una ancianita de pelo cano que, con paso calmado y lento, arrastraba el carrito de la compra.-La anciana del vestido estampado a flores.
- Sí.. -Contesté sin saber muy bien a dónde llevaba todo esto. El joven volvió a meter la mano en el bolsillo y recostándose de nuevo sobre la pared, como si pretendiera encontrar una postura cómoda apoyándose sobre el duro ladrillo, respondió con serenidad:
- Pues va a morir ahora mismo.
- ¿Cómo? - ¡Así que yo tenía razón! Era un sicario, un matón a sueldo, ¡un asesino! ¿Pero qué clase de desalmado querría librarse de una pobre ancianita? Quizá unos nietos deseando hacerse con la herencia... O un marido sediento de venganza. De todas formas, ¿qué más daba? Estaba paralizada, horrorizada. ¿Qué pretendía revelándome su cometido? ¿Hacerme cómplice? ¿Retenerme como rehén? La cosa era que yo ahora no me atrevía a huir de allí. Él sería más rápido sacando su pistola que yo saliendo corriendo en cualquier dirección. Dios mío... ¿Qué iba a hacer?
El semáforo se puso en verde.
- En los próximos minutos, morirá.
- Pero, ¿por qué? ¿qué le ha hecho a usted esa mujer? -Susurré con toda la ira que pude. Ya que no podía escapar de ahí, por lo menos intentaría razonar con el muchacho.
- ¿A mí? Nada. Ni siquiera la conozco. -Contestó con el mismo tono calmado, encogiéndose de hombros.
- ¿Entonces? ¿Por qué debe morir hoy?
- Porque ha llegado su hora. Sin más. -En todo lo que llevábamos de conversación no me había mirado ni una vez a los ojos. Realmente, debido a las gafas de sol, tampoco sabía hacia dónde estaba mirando. Mantenía la cabeza hacia el frente, seguramente siguiendo la trayectoria de la vieja. Supongo que en ese momento advirtió mi angustia: lo observaba con una mezcla de miedo y asco e intentaba con todas mis fuerzas no caer desmayada al suelo. Giró levemente el rostro y arqueó una media sonrisa que terminó por desconcertarme. Si hubiera estado un poco más tranquila, diría que pretendía calmarme. -Disculpa, creo que no nos estamos entendiendo. -Alargó la mano con el fin de que se la estrechara.-Aquí me llamáis "la muerte".
Entonces lo comprendí. Todo aquello no era más que una broma pesada que un chaval había decidido gastarle a una mujer crédula. Muy gracioso todo. Su chiste casi me había costado un infarto, pero en fin, el semáforo había vuelto a ponerse en verde y no tenía ganas de aguantar las gilipolleces de un adolescente. Y menos con semejante calor a la espalda. Mi paciencia se veía seriamente mermada.
- ¡No, por favor! No se marche. -Me dijo cuando hice ademán de continuar mi camino. Parecía una súplica.
- ¿Por qué no? ¿Crees que voy a quedarme aquí aguantando que me tomes el pelo?
- No estoy tomándole el pelo, por favor... Quédese. Siempre estoy solo cuando trabajo... Y estoy harto de que todo el mundo me tema y me huya. No soy tan malo, ¿sabe? ¿Quiere que le cuente un chiste?
Aquello cada vez tenía menos gracia. Había pasado de creer que era un joven maleducado a un loco perturbado. En ambos casos llegué a la conclusión de que lo mejor era no ponerle nervioso.
- Y si de verdad eres la muerte... ¿Dónde está tu guadaña? ¿Y la capa negra y el rostro cadavérico?
- Señora... -Contestó sarcástico. -Quitando que ese no sería el mejor atuendo para pasar desapercibido... ¿De verdad se cree esas leyendas urbanas?
Ambos nos volvimos a recostar sobre la pared. La vieja casi estaba ya frente a nosotros, en la otra acera. Observarla me ponía de los nervios, así entendía que alguien quisiera matarla.
- Nunca tengo nadie con quien hablar. -Retomó la conversación.
- ¿Y por qué yo?
- Parecía tan solitaria como yo. Pensé que nos comprenderíamos. -En su voz no atisbé ninguna intención de ofensa, aun así no supe si tomármelo como un halago o un insulto. Hice una mueca con la boca y permanecí en silencio un rato.
- Supongamos que me creo que eres quien dices ser... ¿No te sientes mal cada vez que terminas con la vida de alguien? -Aproveché para hacer todas esas preguntas que nos hacemos con respecto a la muerte.
- No. Es mi trabajo. Si nadie lo hiciera, al final no habría espacio suficiente para todos, entre otras cosas. Pensando que sois eternos, ninguno correríais riesgos ni os atreveríais a hacer nada. Lo dejaríais siempre para dentro de 100 años. Os volveríais aburridos, arrogantes. Al final lo tendríais siempre todo hecho, no os quedaría la esperanza de realizar nada. No tendríais expectativas, ni sueños. Os volveríais seres deprimidos, apáticos. "Ya he tenido 30 hijos, conozco a mi tatara tatara tatara tatara tatara tatara abuela. Me he tirado en paracaídas. He viajado a todas partes. ¿Qué hago ahora?", os preguntaríais. Habiendo superado el miedo a la muerte, terminaríais por ansiarla. -Reflexioné sobre sus palabras.-A veces es triste. A veces tengo que llevarme a niños pequeños, a gente inocente. Pero todos tenemos que morir.
- ¿Y qué hay de esas personas? Me refiero a los niños o a los inocentes.
- Nada es arbitrario, desde que nacéis todos tenéis vuestra hora marcada. Llegáis al mundo con una función, se os encomienda un acto que marcará un antes y un después en la vida de quienes os rodean. Muchas veces morís sin saber cuál es, muchas veces la propia muerte es esa misión, que más bien se convierte en un sacrificio en pos de los demás. Algunos sólo necesitan de un par de años para cumplirla. Otros de una vida entera. Pero cuando llega el momento, se baja el telón.
- Entonces... -Bajé la cabeza y mis palabras se convirtieron en un pensamiento liberado. -¿Yo todavía no he cumplido mi misión...? ¿Todavía tengo algo que hacer en esta vida? -La esperanza de pensar que mi existencia todavía sería útil para alguien me llenaba de una felicidad que hacía años que no sentía.
- No puedo revelártelo. Los humanos no estáis preparados para manejar información de ese calibre. Si supiérais cuál es vuestra misión, os centraríais tanto en hacerlo bien o en la llegada de ese momento, que no lo haríais con la naturalidad con la que está prevista. Muchos, seguramente, lo estropearían. Y además os olvidaríais de vivir todo lo demás, la cotidianidad de vuestros días. -El joven seguía mirando al frente. La anciana casi estaba ya en la entrada del supermercado.
- Tienes un trabajo duro...
- Alguien tiene que hacerlo. Me conformaría con que muchos de vosotros dejaseis de tenerme como vuestro peor miedo. Morir no es terminar, es como llegar al epílogo de la vida. No actúo con ninguna maldad... -Sonrió sarcástico. - ¿Te crees que muchas veces en lugar de ver el pánico en los ojos de la gente no me gustaría ir a tomarme una caña con ellos? -Sonreí con él.
- Te prepararé una tarta cuando llegue mi momento. -Ofrecí con cariño.
- Me encantaría.
Volvió a hacerse el silencio.
- Ahora vete. -Se miró un reloj imaginario.-Ya es la hora, no creo que te resulte agradable de ver. -Me confesó.
- De acuerdo, gracias. -Comencé a caminar de nuevo y, antes de cruzar el paso de cebra, me detuve una última vez. -Supongo que... Ya nos veremos. -Me despedí.
- No nos queda otra. -Bromeó.-Gracias por estos minutos de compañía.
- Un placer.


Imagen del corto "La dama y la muerte".

No fui al supermercado aquella mañana. Después de aquella experiencia, la idea de comprar los ingredientes para preparar un hervido aquel día me pareció, cuanto menos, desagradable. Así que volví a mi casa y pedí a domicilio una gran pizza con un millón de ingredientes y un refresco de cola bien fresquito. Quería celebrar algo, no sabía bien el qué.
A la mañana siguiente me desperté preguntándome si lo que había sucedido el día anterior fue real. Una parte de mí quería creerlo, pero otra no paraba de gritarme que era una vieja tonta y estúpida por haber caído en el engaño de un chaval que, seguramente, se habría echado después unas buenas risas con sus amigos. Me preparé para enfrentarme a una nueva oleada de calor y enfundada en un vestido bien fresquito bajé a la calle para comprar el pan. Ya en la panadería, mientras echaba un vistazo a los deliciosos pastelitos que decoraban el mostrador, escuché la conversación que mantenían dos mujeres delante de mí:
- ¿No te has enterado? -Le decía la una a la otra con el orgullo de quien se sabe conocedora de un secreto.
- ¿De qué? ¿Qué ha ocurrido?
- La señora Marisa, la anciana de la calle de al lado. -La señora que escuchaba atenta hizo mueca de no saber de quién diablos le estaba hablando. -Sí, mujer, la madre de los de la joyería.
- ¡Ah! Sí, sí. Dime, ¿qué le ha ocurrido?
- La pobre señora murió ayer de golpe...
- ¿Qué me estás contando?
- Como lo oyes. Una tragedia... Le dio un golpe de calor en mitad de la calle y chim pum, hasta ahí llegó... ¡Justo en la puerta del supermercado!



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3 comentarios:

  1. Muy buen relato con la muerte como protagonista. La has hecho muy cercana y familiar así, con esa pinta tan joven y el diálogo entre los personajes.

    ¡Besos!

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  2. Un relato muy bueno que navega entre la ficción, la fantasía y la realidad, y que te deja pensando sobre el significado de la vida. ¡Enhorabuena!

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  3. Jolin, este relato... da mucho que pensar.
    ¿Será realmente así? Supongo que la muerte puede pasar por nuestro lado, rozandonos con los dedos, y nosotros ni enterarnos.

    ¡Ah! ¡Qué bien que lo sortees! A ver si me toca!! jajaja, ¿cómo has conseguido publicar un libro?
    ¿Podrías hacer una entrada dando consejos para ello? ¡Saludos!

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